El 1º de mayo de 1909, los gremios anarquistas y socialistas decidieron conmemorar en reuniones separadas el día de lucha de los trabajadores. Los socialistas lo hicieron en Constitución y los anarquistas en la Plaza Lorea, frente al Teatro Liceo, a pocos metros del Congreso.
Desde temprano comenzaron a llegar las familias obreras con sus banderas rojas y negras dispuestas a homenajear a los mártires de Chicago. Protestaban contra la desocupación, los bajos salarios y la indiferencia del gobierno ante los problemas sociales de la mayoría de la población. Durante el acto se sucedieron en el uso de la palabra encendidos oradores, hombres y mujeres que invitaban a la rebelión y a organizarse para cambiar la sociedad.
El coronel Ramón Falcón, jefe de la Policía, desde su auto, observaba atentamente la reunión. Muchos manifestantes lo insultaron al reconocerlo y volaron algunas piedras. Falcón dirigió personalmente la represión y dio la orden a la policía montada, al mando del comisario Jolly Medrano, jefe del Escuadrón de Seguridad, de dispersar la manifestación a sablazos y balazos.
El reportero del diario La Prensa escribía que Falcón se bajó del auto y dijo: “Hay que concluir, de una vez por todas, con los anarquistas en Buenos Aires”, y recurriendo a la obediencia debida, agregó que eran instrucciones del ministerio del Interior. Tras la orden del comisario, comenzó la masacre. El saldo fue de once obreros muertos y ochenta heridos, entre ellos, varios niños. (…)
El 4 de mayo, más de 60.000 personas se concentraron frente a la morgue, esperando la entrega de los cadáveres, para acompañarlos hasta la Chacarita. En un acto de barbarie sin precedentes hasta el momento, pero que se tornará una tradición de aquí en adelante, la policía le arrebató los féretros a las familias obreras para impedir que se concretara el multitudinario cortejo fúnebre. Los “cosacos” dispersaron a la mayoría, pero 4.000 aguerridos militantes lograron llegar hasta el cementerio. A la salida, integrantes de la comisaría 21 volvieron a balear a los obreros.
Mientras tanto, en la Casa Rosada, dirigentes de la Bolsa de Comercio le rendían tributo al “heroico” coronel Falcón, que estaba siendo felicitado por el presidente José Figueroa Alcorta.
Inmediatamente las dos centrales sindicales, la UGT socialista y la FORA anarquista, convocaron a la huelga general y exigieron justicia y la expulsión de Falcón de la jefatura de Policía. La respuesta del gobierno fue la confirmación de Falcón con todos los honores. Durante toda esta “Semana Roja”, como se la conoció, la huelga fue total. Entre los presentes en el acto de Plaza Lorea se encontraba un joven anarquista ruso llamado Simón Radowitzky.
Había nacido en Kiev, Ucrania, en 1891. Con sólo catorce años de edad, Radowitzky participó activamente en las protestas y sublevaciones de 1905, conocidas en la historia como la primera revolución rusa. Huyendo de las persecuciones zaristas, llegó a la Argentina en marzo de 1908 y entró inmediatamente en contacto con los círculos anarquistas locales. Según cuentan los que lo conocieron, quedó profundamente impresionado por la represión de mayo de 1909 desatada por Falcón. Comentaba que la policía montada les recordaba a los cosacos zaristas que con sus sables dejaban un tendal de obreros muertos en las concentraciones anarquistas de Rusia.
Radowitzky asistió a las reuniones que condenaban la acción de Falcón y la actitud del gobierno que le aseguraba impunidad al comisario, acercándose a los grupos que propiciaban “la propaganda por el hecho”, partidarias de la acción directa y de planificar el “ajusticiamiento” del coronel Falcón.
Tras varios meses de preparativos, todo estaba listo la mañana del 14 de noviembre. El joven Simón salió poco antes de las once de su casa de la calle Andes 394. Tomó el tranvía 17 y descendió en la esquina de Callao y Quintana. Caminó por Quintana hacia el cementerio de la Recoleta y esperó unos minutos. De pronto vio salir un coche Milord. En su interior, el coronel Falcón charlaba con su secretario, Juan Lartigau. La conversación lo tenía tan ensimismado que no advirtió la extrema cercanía de aquel joven vestido de negro, que sin mediar palabras le arrojó un paquete que fue a dar al piso del coche entre sus piernas. Falcón no tuvo tiempo de reaccionar, un terrible estruendo rompió el rodado y lo arrojó junto a su acompañante sobre el empedrado de Quintana. Sus piernas quedaron destrozadas al igual que las de Lartigau. Para cuando llegó la asistencia pública, los dos estaban prácticamente desangrados. Fueron trasladados de urgencia al Hospital Fernández, donde morirían horas después.
Tras arrojar la bomba, Simón Radowitzky corrió por Callao hacia el Bajo, pero fue perseguido por policías y civiles que lo arrinconaron contra una obra en construcción. Al verse acorralado, extrajo un revólver y tras gritar con un inconfundible acento ruso “viva la anarquía”, se disparó un tiro sobre la tetilla izquierda. Los nervios le jugaron una buena pasada y sólo se produjo heridas leves. Tras el disparo sus perseguidores se arrojaron sobre él y lo condujeron casi a la rastra hasta la comisaría 15, donde fue salvajemente torturado en sucesivos interrogatorios. Radowitzky se negó a hablar y sólo decía: “tengo una bomba para cada uno de ustedes” y “viva la anarquía”. Nunca dirá el nombre de los compañeros que colaboraron en el atentado. Con el tiempo se supo que fueron al menos cuatro.
Cuando todo indicaba que iba a ser sumariamente condenado a muerte, un tío de Simón, Moisés Radowitzky, de profesión rabino, aportó su partida de nacimiento que determinaba que era menor de edad, lo que evitó el fusilamiento. Se sustanció un proceso de una rapidez inusitada para los tiempos de la justicia argentina y se dictó una sentencia que no registraba antecedentes: se lo condenó a prisión por tiempo indeterminado y a ser sometido a pan y agua durante veinte días cada año al cumplirse los aniversarios del atentado.
Tras una breve estadía en la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras y tras un intento de fuga, fue trasladado al penal de Ushuaia, donde permanecerá hasta 1930, tras 21 años de prisión, transformándose en un símbolo para el movimiento obrero anarquista que no dejará jamás de luchar por su libertad.
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