La parálisis nacional insinuaba tensión. En una extraña coincidencia, había sido organizada por la CGT, que llamó a un paro general, y por el gobierno del general Alejandro Lanusse, que le dio al suceso forma de feriado para facilitar la eventual represión policial y fagocitar los honores obreros. Los desplazamientos hacia Ezeiza estaban vedados con más ampulosidad que eficacia. Algunos manifestantes, quizá mil, iban a conseguir filtrarse hacia el aeropuerto rodeado de tropas. Eran peronistas jóvenes, muy jóvenes: jamás habían visto a Perón. Si el despliegue de tanquetas no había logrado desalentarlos, mucho menos lo haría la lluvia, de cuya entrada en la historia se encargaría el servicial paraguas de José Rucci, que lo puso entre el cielo y las estratégicas espaldas del general. Esa foto dio la vuelta al mundo.
Millones de argentinos seguían los hechos por la radio y la televisión, dueños de una gama de sentimientos que iban desde el llanto y la emoción incrédula hasta el pánico y la razón incrédula. Nadie sabía qué podía pasar: la incertidumbre era factor común y hasta debieron compartirla en el fondo de sus almas Perón y Lanusse, los dos generales enemigos que venían manteniendo una larguísima partida de ajedrez político a través del Atlántico. Ese viernes el ajedrez siguió: la delicada vuelta de Perón bajo una dictadura, después de que el partido militar lo había mantenido proscripto durante las presidencias de Lonardi, Aramburu, Frondizi, Guido, Illia, Onganía y Levingston, se estaba haciendo sin mediar convenios. No faltaron el peligro ni la confusión.
Aquel viernes 17, a las 11.15, cuando el general bajaba rozagante la escalerilla del DC-8, resultaba imposible no advertir que la consumación, al fin, de la legendaria consigna "Perón vuelve" era un asunto histórico. La escena lo decía a gritos, por más que se ignoraba que diez meses después el líder septuagenario alcanzaría por tercera vez la presidencia, en esa ocasión con el 61,86 por ciento de los votos.
En vista de que el gobierno militar no toleraría una concentración de masas como las que habían sido tan caras al peronismo de mitad de siglo ("a mí no me van a hacer un 17 de Octubre", decía Lanusse), Perón había aprobado la idea de volver al país con una escolta imponente, un avión repleto de figuras destacadas -famoso no era todavía sustantivo- que ostentara la laxitud del arco peronista en los campos político, cultural, religioso, científico y deportivo. Así fue.
Perón e Isabel venían en primera. En la clase turista (tampoco se había inventado aún la clase intermedia) se mezclaban Lorenzo Miguel, Casildo Herreras, Deolindo Bittel, Oscar Bidegain y Ricardo Obregón Cano con el cura tercermundista Jorge Vernazza, el futbolista José Sanfilippo y el cantante de tangos Oscar Alonso, el boxeador Abel Cachazú y el historiador José María Rosa, al lado de Hugo del Carril, Leonardo Favio, Chunchuna Villafañe y Marilina Ross. Entre los 153 pasajeros cuidadosamente seleccionados figuraban la escritora Martha Lynch, el entonces popular autor teatral Juan Carlos Gené y hasta el cardiocirujano Miguel Bellizi, quien venía de hacer el primer trasplante de corazón en la Argentina. De la vieja guardia peronista sobresalía Juana Larrauri. Había una plantilla de ministros de Economía (Alfredo Gómez Morales, Pedro Bonani, Antonio Cafiero), un futuro canciller menemista (Guido Di Tella), alguien que tras sufrir la desaparición de una hija devendría dirigente de derechos humanos (Emilio Mignone) y un periodista enviado por Canal 11 que por esas horas se convirtió al lopezrreguismo (Jorge Conti). Viajaban como políticos los médicos Raúl Matera y Jorge Taiana. No faltaban militares retirados: el coronel croata Milo de Bogetich, el capitán de navío Ricardo Anzorena (de decisiva injerencia en la lista de pasajeros, resuelta en definitiva por Perón), el comodoro Arturo Pons Bedoya y el general Ernesto Fatigatti, entre otros.
Hoy, aproximadamente un tercio de los pasajeros ya falleció. Los tres más notables precursores de la farandulización de la política, Chunchuna Villafañe, Marilina Ross y Leonardo Favio, se consagraron a sus artes (aunque su compromiso con el Operativo Retorno quedó grabado a fuego en sus biografías). Otros se fueron del justicialismo, como la hoy frepasista Nilda Garré. Y estuvo quien voló en 1972 con credenciales de la primera hora y hoy, tres décadas después, sigue actual: Antonio Cafiero.
Presidentes peronistas
Sin que ellos lo supieran, viajaban en el chárter todos los presidentes peronistas del siglo XX: además de Perón, Héctor Cámpora, Raúl Lastiri, Isabel Perón y Carlos Menem. Había un pasajero Eduardo Duhalde, pero era otro: el abogado -hoy camarista- entonces vinculado con la guerrilla peronista en sociedad con Rodolfo Ortega Peña, sentado cerca de él en el avión. Ortega Peña iba a ser asesinado poco tiempo después en la avenida 9 de Julio por la Triple A de José López Rega, quien casualmente estaba viajando ese legendario viernes varios asientos más adelante y más cómodo: en primera. Estremece imaginar que El Brujo hubiera comentado la emoción del viaje, por ejemplo, con el padre Carlos Mugica, otro elegido de la Triple A para morir. O que el sindicalista Rogelio Coria hubiera supuesto desde una ventanilla del Giuseppe Verdi (así se llamaba la nave, que no era otra que la que Alitalia cedía frecuentemente al papa Paulo VI) que iba a ser asesinado, en pocos meses más, por los Montoneros, representados a bordo por gente de segunda línea o por mayores aliados.
Durante estos treinta años, algunos protagonistas insistieron en atribuir la idea madre del chárter a "razones de seguridad", un latiguillo usual en la época. Se trató de rodear a Perón, explicaban, de personalidades y dirigentes de peso, cosa de hacerlo menos vulnerable a posibles hostilidades, tales como -llegó a decirse entre infinitas especulaciones- el derribamiento de la nave por parte de las Fuerzas Armadas.
Marilina Ross sigue convencida de que el chárter fue organizado para proteger a Perón. "Todos teníamos la sensación -recuerda- de que lo hacíamos para que les costara más tirar el avión abajo." Hoy evoca los hechos "con la emoción de haber participado de un pedazo de la historia" y dice que su instante más conmovedor fue cuando lo conoció a Perón. "Al llegar a Roma formamos una fila para saludarlo; cuando me tocó el turno, intenté darle la mano pero no pude, porque estaba enyesada; entonces el general me abrazó. Y a mí se me borró el mundo." Cuando LA NACION le pregunta por las versiones de que había armas en el avión, Marilina responde: "Sí, muchas. Me dijeron que había muchas armas".
Juan Carlos Gené, hoy alejado del peronismo, no recuerda nada sobre armas. También evoca su participación en "ese chárter de tanta gente tan diversa" con emoción. "Me parecía que había soñado", dice el prestigioso director teatral que más tarde iba a tener que exiliarse amenazado por la Triple A. Gené ríe con la anécdota: "Cámpora había dispuesto los asientos, pero una vez que despegamos, todo el mundo se cambió rápido de lugar... parecía un dibujo animado".
El arribo
Al final tanto acompañante célebre no le ahorró a Perón un primer día de encierro en el vetusto Hotel Internacional de Ezeiza, donde lo depositó un Ford Fairlane rodeado de motos policiales en medio de un confuso forcejeo de palabra con los militares. Lo que discutían era si Perón estaba o no preso en el hotel. Las autoridades, probablemente más empeñadas en fastidiar al enemigo que en cumplir un plan premeditado, decían que lo mantenían allí, cuándo no, "por razones de seguridad". Sólo en la madrugada del sábado el gobierno le permitió trasladarse hasta Vicente López para estrenar la casa de la calle Gaspar Campos, donde alternaría con multitudes peronistas dosificadas por el régimen y por la estrecha geografía.
La Argentina estaba cursando los años de plomo -inaugurados con el asesinato de otro ex presidente, el general Pedro Aramburu (1970), por los Montoneros- y la violencia alcanzaría un clímax precisamente cuando por fin el peronismo celebró en Ezeiza la postergada recepción multitudinaria, el 20 de junio de 1973, que acabó en una matanza entre facciones. La extraordinaria violencia que estalló el día de la segunda vuelta de Perón al país -a menudo llamada definitiva por lo intensa, ya que no por lo duradera, de apenas un año-, 215 días después de la primera, sólo enriqueció a los estudiosos de contrastes del Movimiento. Nunca más se verificó entre tantos exponentes de la izquierda y la derecha peronista una convivencia cordial como la que se logró ese 17 de noviembre entre Roma y Buenos Aires -también a la ida, con el chárter sin Perón- a diez mil metros de altura.
Lo que tuvo en común la vuelta del 17 de noviembre de 1972 con la del 20 de junio de 1973 fue la ignorancia del repitente pasajero Cámpora. Aunque en el chárter le tocó un asiento en primera, al lado de su esposa, junto a los Perón, él no sabía que el líder, al final de la estada de 29 días en Buenos Aires, lo iba a seleccionar para presidente de la Argentina. Y cuando "el Tío" volvió a volver (la redundancia es intencional) ya como presidente, desde Madrid, trayendo al líder para siempre, tampoco sabía que en un par de semanas iba a tener que dejar el sillón de Rivadavia para que López Rega instalase a su yerno. El yerno, ya se sabe, fue un puente. La movida iba a desembocar en la madre de todas las vueltas: la de Perón a la Casa Rosada.
Por Pablo Mendelevich
Para LA NACION
Recuerdos en Gaspar Campos
"Mi primera bicicleta me la regaló Isabelita", dice Victoria, cuya familia no era humilde ni peronista, sino, podría decirse, todo lo contrario. "Un día vinieron con un camión y nos iban llamando a todos los chicos de la cuadra." El regalo llevaba una tarjeta de Isabel Perón en el manubrio.
La cuadra no es otra que Gaspar Campos al 1000, en Vicente López. Victoria, que en 1972 tenía 6 años, no recuerda tanto a su vecino de enfrente -Juan Domingo Perón- como a sus eufóricos simpatizantes. "Acá había una pared -dice, mostrando el frente de su jardín-, pero la gente, de tanto empujar, la tiró abajo."
El frontispicio de la casa del general hoy sigue diciendo Nec temere nec timide (Ni temerariamente ni tímidamente), junto al escudo de armas del primer dueño, un médico que murió asesinado por un paciente. La casa parece abandonada. Está cerrada y tiene el césped crecido. A unos metros, Salvador López, un jardinero del barrio que no parece consciente de la profundidad de su comentario, dice: "Vienen y la arreglan cuando está por haber elecciones... y ahora hace rato que no aparecen".
Hoy abuela, la señora Mariana, desde 1940 vecina lindera de la casa que entró en la historia hace 30 años también por el encuentro Perón-Balbín, confirma el estado de abandono: "Como acá al lado casi siempre está vacío, el cartero me tira las boletas de impuestos a mí... creo que nadie las paga". La casa no estaba vacía durante el gobierno de Jorge Rafael Videla, cuando fue ocupada por el Ejército y, se sospecha, hasta fue utilizada como centro clandestino de detención. Mariana recuerda la cuadra cerrada -otra vez- y poblada de militares fuertemente armados durante esos años.
Carlos Eichelbaum
Pese a algunas provocaciones verbales del propio jefe del momento de la dictadura militar, Alejandro Agustín Lanusse, y pese a normas electorales armadas en su contra, Juan Domingo Perón dio el gran golpe estratégico. El 17 de noviembre de 1972 volvió al país tras casi 18 años de exilio y proscripción, como fruto de uno de los procesos de mayor movilización popular de la historia argentina, en masividad y amplitud metodológica, para romper la estrategia de continuidad del "partido militar" y sus aliados civiles. Y, montado en esa acumulación de poder social, para preparar el camino del regreso al poder del que había sido desalojado por las armas en 1955.
No fue otra la causa de la respuesta aterrorizada del gobierno a la movida de Perón. La represión a la marea humana que trató de llegar a pie hasta el aeropuerto para recibirlo, la reacción de ocupar y alambrar Ezeiza como si se tratara de una guerra, y el intento desesperado e inútil de confinar a Perón en el aeropuerto.
Las bases históricas del peronismo, el movimiento obrero, y masivos sectores de jóvenes de la misma clase media que siempre lo había combatido, habían protagonizado en esos años la pelea "Por el retorno incondicional de Perón y el pueblo al poder", ese proceso simbolizado en la consigna del "Luche y vuelve".
Aquel 17 de noviembre, la composición de los cientos de miles de personas que intentaron movilizarse hacia Ezeiza para recibir a Perón reflejaba esa convergencia. Bajo una lluvia por momentos torrencial, columnas de trabajadores sindicalizados en las distintas corrientes del movimiento gremial, o agrupaciones que se reivindicaban "ortodoxas", como el Comando de Organización, Guardia de Hierro o el Frente Estudiantil Nacional, se mezclaban con el activismo de las organizaciones de la Juventud Peronista de las Regionales, la estructura de superficie ligada a la organización político—militar Montoneros, con su brazo sindical, la Juventud Trabajadora Peronista, y sus expresiones estudiantiles, la Juventud Universitaria Peronista y la Unión de Estudiantes Secundarios.
También estaban en la calle el Peronismo de Base y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), otro sistema de relación entre el trabajo de base barrial y fabril y la lucha armada más enraizada con la historia del "peronismo revolucionario" de los años 60. O sectores provenientes de la izquierda, como los guevaristas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).
Con contradicciones potencialmente incendiarias entre sí, como lo demostrarían las etapas ulteriores del proceso, esos sectores habían generado en el país el clima de resistencia y jaqueo al régimen militar que posibilitó la vuelta del General.
Aunque también jugaron su papel la mayoría de los partidos tradicionales, con la Unión Cívica Radical a la cabeza, y algunos grupos del empresariado nacional industrialista, para los cuales la conflictividad social, las indecisiones de la política económica del gobierno de facto y la intención de la cúpula militar de inventar una "cría" partidaria de rostro democrático, implicaban obstáculos para sus propios proyectos. De hecho, desde hacía dos años los operadores de Perón en el país habían negociado con los radicales, los desarrollistas, los democristianos, los demoprogresistas, los conservadores populares y algunas otras fuerzas la constitución de la Hora del Pueblo, como un polo civil de presión a favor de una salida democrática.
En febrero de 1972, Perón precisaba su estrategia en el frente partidario con la constitución del Frente Cívico de Liberación Nacional, FRECILINA, una alianza formal del justicialismo con el desarrollismo del MID, los conservadores populares, y los socialistas populares. Los tiempos previos al retorno fueron una sucesión de hechos conmocionantes, iniciada con el Cordobazo de mayo de 1969 que limó el poder del primer jefe del régimen militar, Juan Carlos Onganía.
El retorno tuvo, como antecedente inmediato, en agosto, primero el motín y fuga de varios de los principales dirigentes de las organizaciones armadas del penal de Rawson, de máxima seguridad. Y apenas unos días después, la muerte de 16 de los 19 guerrilleros protagonistas de la fuga que no habían podido escapar a Chile y se habían entregado a la Marina. Aunque la excusa oficial fue un nuevo intento de fuga desde la base aeronaval de Trelew, pocos argentinos dudaron que se había tratado de un simple fusilamiento.
Cuando Perón emprendió el vuelo chárter hacia Buenos Aires, terminó de destrozar el diseño de Lanusse de una salida institucional controlada, el Gran Acuerdo Nacional, cuyo eje consistía en consagrar un "peronismo sin Perón".
La iconografía del retorno ya es un clásico de la política argentina. Las fotos de un Perón protegido de la lluvia, apenas descendido del avión, por un paraguas sostenido a un tiempo por el jefe de la CGT y figura paradigmática de la "patria metalúrgica", José Ignacio Rucci, y por el secretario general del Movimiento Peronista, con buenas relaciones con Montoneros, Juan Manuel Abal Medina, eternizaron lo que fue, seguramente, el último episodio de unidad forzada del peronismo.
Un peronismo que desde hacía años se había convertido en un espacio enorme pero de límites imprecisos, que cobijaba proyectos e intereses crecientemente contradictorios y ya, en muchos casos, abiertamente enfrentados entre sí.
La unidad forzada duró, a regañadientes, los 27 días durante los cuales Perón permaneció en la Argentina y trasladó el centro de las decisiones políticas nacionales a su casa de la calle Gaspar Campos, en Vicente López. "La Casa Rosada cambió de dirección,/está en Vicente López por orden de Perón", cantaban los militantes de la JP que rodeaban aquella casa.
Mientras tanto, Perón terminaba el armado del frente civil que forzaría el cómo de la salida institucional, para lo cual llegó a fundirse en el famoso abrazo con un antiguo y tozudo enemigo, el jefe radical Ricardo Balbín.
Y ajustaba los tantos hacia adentro del peronismo, con el proceso de resolución de la candidatura presidencial de la fuerza. El 13 de diciembre, un día antes de volver a España, Perón había dejado atada la candidatura presidencial de su delegado personal en la Argentina, Héctor Cámpora, el preferido de los sectores juveniles y combativos del peronismo, contra las aspiraciones de los sectores sindicales de colocar en ese lugar a Antonio Cafiero.
Perón se fue de la Argentina seguro de que tenía el control de la dinámica política nacional en sus manos. Seguramente partió con menores ilusiones sobre su capacidad de cohesionar internamente a todos los sectores que se reclamaban contenidos bajo su liderazgo. Los meses siguientes, los años siguientes, hasta el golpe militar de marzo de 1976, serían los de la historia de ese desencuentro, agravado por la muerte de Perón el 1° de julio de 1974.
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La historia secreta del regreso
Hace exactamente 31 años, Perón tocó tierra argentina, cerrando 17 años de exilio y dándole el golpe final a la dictadura militar. El muy joven y flamante secretario general del Movimiento fue el negociador secreto entre Lanusse y Puerta de Hierro. Para marcar el Día del Militante, por primera vez el detalle de cómo se organizó el vuelo del Avión Negro.
Por Miguel Bonasso
Hace 31 años, el 17 de noviembre de 1972, se produjo uno de los hechos más trascendentes en la historia argentina del siglo veinte: el regreso de Juan Domingo Perón tras 17 años de exilio y proscripción. Uno de los protagonistas de aquel gigantesco operativo, que movilizó a cientos de miles de jóvenes peronistas, fue Juan Manuel Abal Medina, un abogado procedente del nacionalismo católico, que asumió formas cada vez mayores de compromiso a partir de la trágica parábola de su hermano Fernando, el fundador de la organización Montoneros. A pesar de la irritación que provocaba su apellido entre los jefes de la dictadura, Juan Manuel disponía de algunos contactos clave en diversos círculos de poder y Perón lo utilizó como enlace con algunos jefes militares que buscaban negociar una salida electoral. En premio por su actuación en esa y otras tareas reservadas, acabó nombrándolo secretario general del Movimiento Nacional Justicialista. Abal Medina tenía apenas 27 años. Era el secretario general más joven en la historia del peronismo. Y le tocaría, junto a Héctor Cámpora, el último delegado personal de Perón, asegurar ese regreso que no lograron dirigentes peronistas más astutos o poderosos (como Augusto Vandor o Jorge Antonio). Tres décadas después, Juan Manuel Abal Medina, que ha sido alto funcionario en México y hoy es un abogado exitoso, revive esa mañana lluviosa en que se encarnó el instante soñado por millones de peronistas. No en el candoroso avión negro de la saga resistente, sino en un charter de Alitalia, donde lo acompañó un centenar y medio de personalidades. En una extensa entrevista con Página/12, Abal Medina revela los secretos de la misión que le encomendó el General y rescata a los protagonistas anónimos de la hazaña: aquellos muchachos de la nueva JP que se movilizaron a lo ancho y largo del país con la campaña del “Luche y vuelve”.
–Tu designación como secretario general del movimiento parece atada al operativo del regreso. Si no me equivoco Perón te nombra poco antes.
–Sí, muy poco antes. Me designa a fines de setiembre y recién se anuncia públicamente en los últimos días de octubre o en los primeros de noviembre. Y una de las razones para designarme era que yo mantenía relaciones –por orden del general Perón– con algunos sectores militares.
–Este es un tema poco tratado en la historia peronista.
–Así es. La cuestión es que desde 1971 yo mantuve relaciones con sectores nacionalistas del Ejército que siempre pensaban en un golpe nacional y popular para desplazar al general (Alejandro Agustín) Lanusse.
–Los oficiales que se sublevaron en Azul y Olavarría...
–Sí, claro, pero también con algunos sectores liberales que buscaban una salida electoral. Yo tenía relaciones con ambos grupos del Ejército y además con bastantes oficiales de Aeronáutica, y algunos de la Marina. Que veían con preocupación que la proscripción eterna del General llevaba a una parálisis del país. Porque había una situación de empate que paralizaba al país: el peronismo no podía llegar al gobierno pero tampoco dejaba gobernar. Además, y de esto también se ha escrito poco, en la cabeza de muchos militares comenzaba a rondar la idea de que el regreso de Perón podía servir para contener el auge que iban tomando las organizaciones armadas, tanto las peronistas como las no peronistas. Aunque no lo dijeran abiertamente, sino en diálogos mano a mano, algunos militares veían el regreso del General como una forma de contener a estos grupos que no sabían cómo se podían manejar. Por eso también hubo sectores liberales que se nos acercaron. Y a mí me tocó llevar las relaciones con una multiplicidad de oficiales...
–¿Quiénes, por ejemplo?
–Hubo muchos. Entre los más conocidos podría citarte al general (Tomás) Sánchez de Bustamante. Pero mientras desarrollaba esa tarea al mismo tiempo tenía relación profesional con Antonio Cafiero y a través de Cafiero había iniciado una relación personal con Lorenzo Miguel, que luego se fue haciendo muy cercana. Y, a través de Miguel, con José Ignacio Rucci, que estaba al frente de la CGT. Solíamos reunirnos para almorzar a pocos metros de aquí, en Carlos Pellegrini al 600, en la casa de los papás de Antonio (Cafiero). De tanto en tanto yo lo incorporaba a Rodolfo Galimberti para bajar el tono de algunos enfrentamientos.
–Conviene aclararles a los lectores que Cafiero aparecía en ese momento vinculado al sector sindical y Galimberti, entonces líder de la Juventud Peronista, había prometido que “aplastaría a los burócratas sindicales como a cucarachas”.
–Exactamente, por eso tratábamos de limar las confrontaciones. Yo no era secretario del movimiento todavía, aún estaba encargado de las relaciones con los militares, pero me parecía bien ir acercando posiciones y lo comenté con el General, que me instó a continuar en esa tarea. Tarea que servía a varios efectos: generar un frente más homogéneo de cara al regreso del general y ayudar a mejorar la relación de Don Héctor (Cámpora) con el sector sindical. Esa relación era buena con Lorenzo Miguel, pero no con Rucci.
–Acá se presenta una curiosa ambivalencia, porque por un lado vos aparecías públicamente como el hermano de Fernando Abal Medina, es decir del fundador y líder de Montoneros y por el otro lado manejabas la relación con la dirigencia sindical, con Cafiero y con el sector militar, enfrentados con Montoneros. ¿Cómo se combina esto? ¿A Perón le interesaba propiciar alguna suerte de malentendido?
–Yo creo que el General vio la posibilidad de jugar con esta situación como manera de aislar a los sectores verdaderamente enemigos. Mi doble papel está un poco centrado en mis antecedentes en el nacionalismo, que me habían proporcionado algunas amistades en sectores militares y sindicales.
–La pregunta iba en sentido opuesto: más allá de tus orígenes y de las tareas que llevabas a cabo en el frente militar, la designación de un Abal Medina podía interpretarse como una pateadura de tablero.
–Sí, bueno, como me presentó Cámpora, homenajeando a mi hermano. Cuando Don Héctor me da posesión de la Secretaría General dice “su apellido despierta en el peronismo un eco emocionado”. Estaban las dos cosas: para Lanusse ponerme a mí era patear el tablero y así lo consideró durante mucho tiempo. Pero otros cercanos a él recordaban mi trayectoria en el nacionalismo o las tareas que el General me había encomendado en relación con los militares. Bueno, lo importante es que para ese entonces Cámpora ya estaba totalmente jugado con el regreso de Perón. Ya se lo había dicho al General y el General lo había autorizado a seguir adelante con esa política. En la que lo acompañó una nueva Juventud Peronista.
–Esa nueva JP protagonizará la campaña del “Luche y Vuelve”.
–Que será decisiva para concretar el regreso del General. La nueva JP es la que se nuclea en el Consejo Provisorio, donde participan lo que luego serían las JP regionales y algunos otros grupos. Frente a la oposición de algunos otros. Como Guardia de Hierro, que nunca creyó en el regreso y leyó esa coyuntura a través de los astros. Para la nueva JP, para la generación que la integra, la campaña del regreso marcará el inicio de su acción política. Porque ¿qué había hecho antes, un poco antes, esta generación? Esta generación había participado, no como actor central, pero sí había participado, en el Cordobazo y otras puebladas. Otra parte de esta generación se había desarrollado en tareas sociales, fundamentalmente los grupos de raíz cristiana. Todos estos grupos comienzan a ver en Montoneros, aunque no estuvieran todavía vinculados, una especie de guía. Y son estos grupos los que integran el Consejo Provisorio y hacen sus primeras armas políticas, movilizando en la campaña del “Luche y vuelve”.
–La campaña se inició, conviene recordarlo, en una circunstancia trágica, en una atmósfera represiva, tras la masacre de Trelew. La misma noche del 22 de agosto, en el acto de la Federación de Box, donde la Juventud le pide al delegado Cámpora que los guerrilleros asesinados en la base Almirante Zar sean velados en la sede justicialista de avenida La Plata.
–Luego asaltada por las tanquetas del comisario (Alberto) Villar, para llevarse los cuerpos de los compañeros. Lo que no impide que la campaña se inicie pocas horas después, el 25 de agosto, y en un lugar tan pesado como era Tucumán.
–Un acto fuerte ese de Tucumán, pensando en el clima de terror que se vivía.
–Claro, pero estamos hablando apenas de dos mil o tres mil concurrentes. Porque se da un enorme retraimiento de sectores del peronismo tradicional que recién vuelve a asomar un poco la cabeza mes y medio después. Los primeros actos son exclusivamente de Don Héctor con la Juventud. Pero, de hecho, la propia subsistencia de las organizaciones armadas, que algunos daban por derrotadas a fines de 1971, contribuye a forzar la apertura. La propia fuga de la cárcel de Rawson, pese a su fracaso, es de una magnitud inocultable. Y les hace pensar a varios jefes militares que “esto hay que arreglarlo”. Algunos que antes decían “el señor Perón”, comienzan a llamarlo en privado “el general Perón”.
–¿Quiénes?
–El general (Luis Alberto) Betti, por ejemplo.
–¿Y el general Manuel Haroldo Pomar?
–Sí, pero Pomar era un militar más cercano al radicalismo, más sinceramente democrático, convencido de que no se podía proscribir más al peronismo. Una vez me dijo: “No se lo pudo erradicar, como los italianos lograron erradicar al machismo, así que hay que integrarlo”.
–Lo preguntaba porque Pomar fue el jefe del operativo militar el 17 de noviembre.
–Operativo impresionante, por cierto: rodearon Ezeiza con más de 25 mil efectivos, hubo represión, sin duda, hubo un cerco para que el pueblo peronista no llegara a Perón, todos lo sabemos. Pero ese día, en esas circunstancias, no hubo un solo muerto. El único muerto de ese día fue un suboficial naval, tras un tiroteo en la Escuela de Mecánica de la Armada, cuando reprimieron el levantamiento que condujo nuestro compañero, el guardiamarina peronista Julio César Urien. Pero eso fue al margen de la movilización. Hubo gases a mansalva, balas de goma y palos, pero no hubo muertos. Porque la intención era que no los hubiera. En estas cosas, digamos, cuando matan gente es porque la quieren matar. Había 25 mil efectivos militares. ¿Y cuántos policiales? Los manifestantes es imposible calcularlos, con las marchas y contramarchas, con los choques y las corridas. ¿Fueron 100 mil, 200 mil, medio millón? Es evidente que no querían muertos.
–¿Cuál es tu recuerdo personal del 17 de noviembre?
–Dos días antes había partido a Roma el famoso charter, encabezado por el doctor Cámpora, donde iban las principales figuras del peronismo, así como varios famosos: actores, hombres de la cultura, deportistas. Entonces, yo quedo a cargo del Movimiento y Rucci queda a cargo de todo el dispositivo sindical. En representación del doctor Cámpora había quedado su hijo, Héctor. Y esta era un poco la conducción de hecho de esos últimos tres días en los cuales los contactos con el gobierno son múltiples, son permanentes. Creo que son los que llevan a este “Día Blanco” ¿no?, a pesar de todo. Allí se negocia finalmente. Yo tengo discusiones muy duras, donde Rucci se comporta muy bien. En realidad él hacía de malo y yo de bueno. El todo el tiempo amenazaba con el paro general activo y este tipo de cosas.
–Uno de los grandes enigmas del 17 es si hubo una orden o no, dentro de la propia estructura organizativa, para no bajar en Ezeiza y utilizar la famosa alternativa “B”, que era Carrasco. Las sospechas recaen sobre el teniente coronel Jorge Osinde, uno de los responsables de la masacre del 20 de junio de 1973.
–Había dos alternativas, Carrasco y Asunción. Lo que nunca quedó claro es quién mandó el telegrama aconsejando que se utilizara la alternativa Carrasco.
–En Roma, minutos antes de que partiera la comitiva, llegó un telegrama que llevaba la firma de Santiago Díaz Ortiz, donde se aconsejaba descender en el aeropuerto de Montevideo, pero yo lo consulté con él y no recordaba haberlo redactado. En el año ‘75, en México, el doctor Cámpora me dijo que él había ordenado durante el vuelo que el avión aterrizara en Ezeiza.
–Sí, el doctor Cámpora venía con esa idea fija de que se bajaba en Ezeiza y nada de alternativas. Nosotros (Rucci, Héctor hijo y yo) le hablamos a Roma desde la CGT que no había ningún inconveniente, que estaba todo en orden. Alguien intentó interferir después. Si fue Osinde no me queda claro, porque yo estuve con Osinde toda la mañana del 17. La llamada la hicimos el 16 desde Azopardo, que se había convertido en virtual sede del movimiento. La CGT nos daba más cobertura. Aunque quisieron intimidarnos. En algún momento de la noche rodearon el edificio de Azopardo y se dijo que teníamos orden de captura. Y otros rumores.
–Acción psicológica de los servicios.
–Permanente. Y la nuestra no se quedaba atrás, hablábamos a unidades militares pidiendo por Mengano o Fulano y se armaba una que... (risas). Lo hicimos con varias unidades, eh. Decíamos que había contactos nuestros que estaban listos para un levantamiento.
–¿Perón pensaba en la posibilidad de un golpe cívico-militar?
–No, no, Perón supo por mí con absoluto detalle que no iba a haber nada de eso. Tanto que el episodio de Urien fue un episodio fuera del programa, fuera de control... Lo que sí había era gente dispuesta, si se daba la situación, a participar en un levantamiento nacional y popular. Pero si se daba la situación. No de entrada. Cualquier levantamiento militar Lanusse lo hubiera aplastado, Lanusse tenía control del Ejército. Además esto era una jugada política, no militar. Por eso lo del telegrama debe ser parte de las maniobras que se hicieron. Cuando le dijimos a Don Héctor que estaba todo bajo control, estaba todo bajo control. Lo que aún no habíamos definido era cuántos compañeros podían ingresar a la pista a recibir al General. Aceptamos que fueran 300. Y nos dispusimos a pasar la noche en vela y a tratar de adivinar qué pasaría con la movilización. Algunos grupos podían comunicarse, otros no. No había celulares (ríe). Además nos estropearon los teléfonos fijos. Habíamos puesto un conmutador en Avenida La Plata con ocho líneas (que para ese momento era un lujo), y esa noche “boom”. A la mañana siguiente muy temprano salimos camino para Ezeiza, cada uno por la suya, para que al menos Rucci o yo estuviéramos al pie de la escalerilla cuando el General bajara. O sea, más allá del folklore del paraguas, el tema era que el General nos viera de inmediato en la pista. Si nosotros no aparecíamos sanos y salvos en Ezeiza, él podía sospechar que había ocurrido un desastre.
–O sea que la foto...
–La foto es un episodio posterior. Nosotros recibimos al General en la escalerilla, lo acompañamos al general hasta su auto, se subió con la señora Isabel y el doctor Cámpora y nosotros nos subimos al auto de atrás, (Rucci y yo). Paramos frente al corralito donde estaban los 300 habilitados y ahí se bajó el General a saludar. Ahí Rucci lo cubre con el paraguas y yo estoy al lado y esa es la foto famosa.
–Vos en un momento cruzás los brazos y estás como reflexivo, ausente de la escena. Siempre me pregunté ¿qué estará pensando en ese momento?
–Estaba pensando en mi hermano Fernando, por supuesto. Lo tengo como si fuera hoy. Era para lo que yo me había metido en esta historia, que estuviera allí el General y bueno, era “Perón o muerte”, ese era el tema. Yo estaba pensando en Fernando. Al día siguiente Norma (Arrostito) me manda con una compañera unas líneas donde decía: “Seguramente yo sola sé lo que estabas pensando”. Conservo esas líneas.
–¿Qué pasa en esas horas que siguen a la llegada?
–Bueno, ahí comienza la pelea subterránea que tiene como cabeza de nuestro bando a Cámpora, ¿no? Salimos de ahí, vamos al Hotel Internacional. Una habitación del piso 7, si no me equivoco, el General queda con la señora Isabel en una habitación a descansar un rato. Y nos encarga que se quiere ir rápido a su casa (de la calle Gaspar Campos). Allí llega en un helicóptero. El brigadier Ezequiel Martínez, secretario de la Junta Militar, que no era muy gorila pero con el cual tuvimos bastantes entredichos, llega y tenemos la primera reunión. Acompañamos a Cámpora, Lorenzo Miguel y yo. Allí dijimos que el General quería retirarse a su casa. Y ahí se instala la discusión que va a durar hasta la mañana siguiente: si el General estaba o no preso.
–¿Ellos qué planteaban?
–Que por razones de seguridad no podía irse a su casa de Vicente López, porque no tenían cómo protegerla.
–Era una excusa.
–Era una excusa sin duda, porque no querían que Perón se reuniera con el pueblo sin negociar antes con Lanusse.
–¿Lanusse quería verlo a Perón?
–Querían que el primer encuentro fuera con Lanusse y después con la Junta de Comandantes. Primero Lanusse juega a ser él, porque se tenía una confianza loca. Obviamente nuestra negativa fue total. Insistió mucho Ezequiel Martínez, llegamos a un punto muerto de que lo consultábamos al General. El insistió en acompañarnos él al hotel a ver al General. Nosotros dijimos que de ninguna manera. Y ahí de malo hacía yo. Y amagábamos con todo tipo de cosas. Algunas totalmente concretas.
–¿Por ejemplo?
–La acción de grupos armados. Nosotros decíamos que teníamos calmados a los grupos más radicales (y en parte era cierto), pero que había otros no controlables, como la banda, muy pesada, de Alberto Brito Lima. Y, además, teníamos el tema del paro activo. En medio de todo esto hacemos un intento de salida del hotel, que es cuando un pobre comisario ahí saca un arma, un boludo... lo podíamos cortar en pedacitos ahí, y Lorenzo Miguel se pone en medio, entre el General y ese tipo. Y les digo a los periodistas que está muy claro que el General está preso.
–¿Cómo lo veías a Perón en ese momento?
–Enterísimo.
–¿Qué te decía?
–Unas horas antes, al llegar a la habitación, lo primero que me dice es “Doctor, yo estoy calzado”. Pero más allá de esa anécdota era evidente que había tomado el control de las operaciones. Ahí ya Cámpora, Rucci y yo éramos sus soldaditos. “Vayan, hagan esto, hagan aquello”. Y así ordenó: “Nos vamos de una vez y si no... intentemos salir para que quede claro que no nos quieren dejar salir”.
–¿Qué impresión te dio en ese momento, de un Perón todavía muy lúcido?
–Totalmente lúcido. Lo maltrató a López Rega porque este propuso regresar a Europa. Le dijo “hasta aquí llegamos y vamos a cumplir con lo que vinimos a hacer. Vámonos de una vez para la casa”. Y fue buena la idea de salir, porque ahí quedo claro para todo el país que estaba preso. Finalmente durante la noche vuelve Ezequiel Martínez, eran tres y media, cuatro de la madrugada... y nos dice, a Cámpora y a mí: “Bueno, ustedes cargarán con la responsabilidad de lo que pase. Es muy peligroso todoesto. Ustedes insisten en que el señor Perón está preso: no está preso, pueden irse cuando quieran”. Así fue como salimos rumbo a Gaspar Campos. La demora, la lluvia, el temor, el cansancio, habían raleado las filas, pero quedaron muchos (como 100 mil peronistas), vivando al General al costado de la autopista. Si hubiéramos salido enseguida, más de medio millón hubiera rodeado la residencia de Gaspar Campos. Que es lo que no querían.
–¿Qué representa para vos el 17 de noviembre, en lo personal, en lo histórico?
–Creo, que después del 17 de octubre, es la fecha más gloriosa en la historia del movimiento peronista. Representa el fin de la proscripción del pueblo, que fue la proscripción de Perón. Representa el gran éxito de una generación que pretendía volver al peronismo primigenio, aquel para el cual la justicia social no es un tema de caridad sino el eje de la doctrina que volvían de alguna manera el primitivo peronismo, que la justicia social era el valor central y que la justicia social no era un tema de caridad sino que el eje de la doctrina peronista, el que nos llevó a planteamientos socialistas a muchos de nosotros. En lo personal estoy seguro de que jamás podré volver a vivir un hecho semejante. Fue el motivo y la razón central por el cual tomé responsabilidades en el peronismo, que fue continuar lo que Fernando, mi hermano, había iniciado. Después vino la victoria del 11 de marzo pero ya no era lo mismo. La jornada del 25 de mayo fue muy grata, sin duda, pero ya estaba inficionada por la derrota; estaba José López Rega como ministro. La manzana parecía roja y brillante, pero ya tenía el gusano adentro. El 17 de noviembre, tuve oportunidad de decírselo hace poco al presidente Néstor Kirchner, es la fecha de una generación. Desde el 17 de noviembre hasta el 25 de mayo del 2003 no hubo un hecho tan fausto como el que sucedió ahora: que algunos de esos muchachos que marcharon a Ezeiza y a Gaspar Campos tengan la responsabilidad de llevar el Gobierno. Y aunque han madurado en estos años en que se deshizo el país, conservan los ideales intactos. Algunos pocos en el camino traicionaron. Pero son pocos. Tanto que casi los podemos poner con nombres y apellidos. Menem no tuvo ministros nuestros.
–¿Tuvo algún papel Menem el 17 de noviembre?
–Actor de reparto. Fue en el charter como fueron otros 22 presidentes de los distintos distritos. Al General se lo había presentado una vez en Madrid, Jorge Antonio y tuvo una breve reunión con él. Y punto. El ha contado luego algunas fábulas que nada tienen que ver con la realidad, en las que habría tenido un papel muy importante en el regreso. El entonces era muy promontonero, era de los gobernadores más promontoneros, rápidamente después fue muy loperzreguista, después fue, como sabemos, un preso cobarde, después, rápidamente como nuevo gobernador el más alfonsinista de todos. Y luego amigo del almirante Rojas, este es el señor que intenta decir hoy quién es peronista y quién no es peronista. ¡Patético!
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